He de reconocerlo ahora si es que no lo he hecho con anterioridad: "Mi yo urbanita se muere, se queda en minoría a pasos agigantados". No vean en esta confesión una pérdida dramática, no lo es… más bien ha sido –yo lo veo así- algo natural. Y dirán ¿a qué viene todo esto? Yo les cuento.
Escribo este post sin estar en línea, y lo escribo en el sentido más amplio de la palabra: sin estar conectado ni a Internet ni a la red eléctrica. Totalmente desenchufado. Lo hago desde mi portátil, sentado en una mecedora robada se su hábitat natural, al sol de final de verano y rodeado de tranquilidad y verde, mucho verde. Nos hemos escapado a la soledad de la casa de mis abuelos, bien lejos del mundanal ruido, y lo escribo también en el sentido más amplio de la palabra. Yo escribo y Ella esta tocando el acordeón. Estamos a 18 de septiembre.
Al despertar de domingo empezamos la búsqueda de un improvisado desayuno... y bueno, resultó bien pero nos dimos cuenta que la comida… ni improvisada, vamos. ¡Qué torpes, mai querida qué torpes! Lo teníamos todo sin necesidad de abrir armarios, neveras o congeladores y no nos habíamos dado cuenta… la huerta de mi abuela y la viña de mi abuelo estaban repletas de lo que sería todo un manjar recién sacados de la tierra: una gran lechuga, tres tomates, una cebolla y un par de pimientos, de postre uvas collón de galo. Un lujo, creanme.
Ahora que termino, aquí pegado al hórreo, levanto la cabeza al cielo despejado y azul inmenso para ver el cruce de dos estelas de aviones, el vecino ha comenzado a cortar leña con una ruidosa motosierra –las hachas que usa mi abuelo han pasado a mejor vida por aquí- y yo me voy a quedar sin batería. Todo indica que toca volver a ponerse en línea… en el sentido más amplio de la palabra, otra vez. ¡Qué pereza!
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